lunes, 13 de septiembre de 2010

El silencio conversado

La imagen de la ventana no había cambiado, seguía viéndose la montaña al fondo. Delante de esta, algunos edificios nuevos y viejos con antenas de diferentes tamaños. Más cerca, los techos de algunas casas y los tanques de agua desgastados por el tiempo. Una bruma formaba una delgada capa que cubría todo. Delante de la ventana, y junto a Juan, una planta en una matera que ya parecía más pequeña que las ganas de crecer de la planta. Juan observaba detenidamente, mirando sin realmente mirar, sumergido en su mundo y sus pensamientos. Nuevamente volvía a la ventana buscando algunas respuestas, conversando en silencio. Esta vez, la misma ventana era diferente, el mundo exterior era diferente. Pensamientos iban y venían, algunas veces desaparecían, y Juan seguía en el mismo lugar, sin escuchar nada.

Tomó una hoja y esfero, e intentó escribir algo, algo que le ayudara a entender por qué se veía tan diferente siendo todo lo mismo. Por más que intentó, no logró escribir nada, seguía sumergido en su mundo, en su silencio, queriendo hacer algo sin poder. El tiempo parecía haberse detenido, de vez en cuando llegaban desde lejos los sonidos del exterior; buses, carros, voces, una ventana que se cerraba, el pito de algún conductor desesperado, el murmullo de la ciudad despierta en una mañana oscura.

Juan decidió salir y caminar un rato, tratando de encontrarle palabras a su silencio en medio del ruido de la ciudad. Caminó varias cuadras junto al río de carros, vendedores de frutas y cigarrillos, grabadoras encendidas que repetían ¡uno, one, dos, two, tres three…!, bocinas que adquirían vida propia, y pasos acelerados de personas ocupadas. Llegó a un parque, se recostó de un árbol, y siguió escuchando. Detrás del murmullo de la ciudad viva, lograba escuchar algunos pájaros, un perro ladrar persiguiendo una pelota, niños jugando con sus padres o niñeras. Sin embargo, Juan no lograba escuchar su propia conversación. Por primera vez en su vida se estaba sintiendo un extraño.

Siguió caminando, buscando sus palabras, viviendo su silencio. Un anciano se acercó pidiéndole limosna y Juan le entregó doscientos pesos. El anciano lo miró con tristeza, le dio la bendición y le tomó la mano por unos segundos. Juan sintió una corriente helada que corría por su brazo y miró al anciano con una sonrisa sin sonrisa. Cada uno continuó su camino, pero Juan no podía quitarse el frío helado que se había apoderado de su cuerpo. Se puso el saco que llevaba en la cintura, sabiendo que ese frío no lo quitaba un pedazo de tela con nombre elegante de cultivador de café. Su frío era el frío de no poder escucharse. El temor que genera el silencio propio y el ruido ajeno.

A la mañana siguiente muy temprano volvió a la ventana, la misma ventana de siempre. La bruma que cubría la montaña era más densa, y Juan contempló en silencio durante varios minutos. Nada, ni una sola palabra llegaba, silencio. Afuera, una suave brisa movía las hojas de los árboles, danzando lentamente. Juan permaneció en silencio varios minutos más. Inesperadamente, sus ojos se abrieron con sorpresa, respiró profundamente, se puso de pié y fue hacia la ventana. Escuchaba algo, muy suavemente. Parecía música, parecía como si los árboles danzaran con la música que él escuchaba sorprendido. La música empezó a ser cada vez más fuerte y clara, y se fue apoderando de todo. Se apoderó de la ciudad, de los techos, los carros, las personas, de todo. Poco a poco fue apoderándose de sus pensamientos. Juan escuchaba, escuchaba su silencio, en forma de música. Permaneció inmóvil escuchando, poco a poco una tímida sonrisa apareció en su rostro, Juan la escuchaba. Escuchó el canto de una lágrima correr por su mejilla, el ritmo de su corazón latiendo aceleradamente, la música del calor que se apoderaba de su cuerpo. Y se sentó a escuchar el gran concierto que tocaba el mundo para él.

Luego de un largo rato Juan salió a caminar, dándose cuenta que su caminar parecía más bien una danza. Escuchaba la música de la ciudad que lo ensordecía un poco, el ritmo de los pasos acelerados de la gente se mezclaba con el cantar de las bocinas y las palomas. El canto de las risas de unos se mezclaban con las tristezas de otros. Todo era música, mezclada, como una orquesta afinando cuando se prepara para un concierto, cada vez más fuerte y agobiante. Juan corrió, buscando el parque, no podía dejar de escuchar ruido, ruido. Llegó al mismo árbol y se dio cuenta que no escuchaba el canto de los niños, o los perros, o los árboles. Deseó nuevamente el silencio, no escuchar nada. Empezó a llorar, sentía como cada lágrima salía de sus ojos y corría por su rostro. Un llanto profundo doloroso y triste, un llanto descontrolado. Fue entonces cuando el silencio volvió, acompañado de una sonrisa. Juan permaneció inmóvil, escuchando en medio del caos del gran concierto. Solo entonces, fue cuando Juan pudo escuchar el silencio de su tristeza.

¿TRANQUILIDAD?

En medio del remolino de ideas, preguntas y pocas respuestas que trae la crisis, surge una que llama la atención, ¿qué es la tranquilidad? (normalmente acompañadad de ¿a dónde c... te fuiste?). Podría ser una de esas palabras que soñamos vivir, aunque no tan fácil de definir. No es calma., ni equilibrio, ni razón, ni ningún otro sustantivo. Quizás sÍ sea un verbo, porque pareciera que la tranquilidad es acción, es movimiento, es vida. No pensemos entonces en tranquilidad sino en “hacer tranquilidad”. Y no se trata de agregar una palabra y escribirla en una inmutable y silenciosa hoja que recibe las dichas y las penurias de los hombres por igual. Entonces, ¿qué es la tranquilidad? Es todo y es nada, si tratamos de definirla se nos desvanece, como el tao. La vida no es solo lo bueno o lo malo, simplemente es; las dos y ninguna. Nuestro destino no es más que nuestro presente, pasado y futuro aquí, hoy y con nosotros, ni siquiera frente a nosotros.

Inconcientemente siempre pretendemos; pretendemos sufrir, vivir, alegrarnos, luchar, sentir. Pretendemos ser, crear y negar. Vemos la vida como un lenguaje, un idioma específico. Imaginemos por un momento que no existiera el lenguaje y no pudiéramos decir estoy triste o feliz, o como sea. En ese momento todo sería lo mismo, y no caeríamos en la trampa de lo bueno y lo malo, no podríamos decir qué es uno y qué es el otro. En ese momento, tal vez, aprenderíamos que todos son lo mismo, todos son uno. Viviríamos sin decir me está pasando algo terrible o me estoy sintiendo feliz. Por fin viviríamos con nosotros y como nosotros, aceptándonos con todo.

Ojalá nunca nos hubieran engañado enseñándonos lo bueno y lo malo para el resto de los hombres. Ojalá nunca nos hubieran enseñado a actuar como personas “decentes”. Ojalá….. Esperanza inútil, el ojalá no nos lleva a nada, solo a escudarnos en la palabra y seguir engañándonos. La vida es como es, y la esperanza puede llegar a ser un trampa enorme. Soñemos con un futuro mejor y con un pasado tranquilo, pero sepamos que nuestro destino no es sino otra forma de nombrar nuestro presente.